Las hormonas definen el calendario amatorio: la testosterona dispara el deseo y la oxitocina mantiene la fidelidad.
El amor se suele considerar indefinible, porque unos lo ven con Freud como una sublimación del sexo, otros con Fromm como una de las bellas artes, y otros le aplican la palabra al gato. Pero ¿y si los tres tienen razón?
La antropóloga Helen Fisher, de la Universidad de Rutgers en Nueva Jersey, se basa en sus experimentos de imagen cerebral (por resonancia magnética funcional) y en el resto de la evidencia disponible para defender una definición tripartita del amor. Primero el impulso sexual indiscriminado, una fuerza autónoma que desata la búsqueda de pareja en cualquier acepción del término; luego la atracción sexual selectiva; y por último el cariño, el lazo afectivo de larga duración que sostiene a las parejas más allá de la pasión.
Son tres procesos cerebrales distintos, pero interconectados. Y tienen una profunda raíz evolutiva común, porque su balance controla la biología reproductiva de las especies. El impulso sexual, la primera fase del amor, está regulado por la testosterona (masculina) y los estrógenos (femeninos) en el común de los mamíferos, más bien por la testosterona en los primates, y casi exclusivamente por la testosterona en el Homo sapiens.
Los hombres con más testosterona en la sangre tienden a practicar más sexo, pero también las mujeres suelen sentir más deseo sexual alrededor del periodo de ovulación, cuando suben los niveles de testosterona. El declinar de esta hormona con la edad va asociado a la reducción de todos los tipos de libido, incluidas las fantasías sexuales.
La testosterona no se relaciona con los gustos preferenciales, sino más bien con los genéricos. Los psicólogos del Face Research Laboratory de la Universidad de Aberdeen, Reino Unido, acaban de demostrar, por ejemplo, que los altos niveles de testosterona -incluso en el mismo hombre, cuando varían en distintos momentos- se correlacionan con su gusto por los rasgos de la cara asociados a la feminidad, en genérico, como ojos grandes, labios llenos, etcétera. De modo similar, muchos estudios han mostrado que los juicios de las mujeres sobre el atractivo masculino están afectados por los niveles de las hormonas sexuales.
Varios experimentos han cartografiado las zonas del cerebro que se activan al enseñar a los voluntarios una serie de fotos de contenido erótico explícito. Aunque los resultados son complicados, una de las activaciones más reproducibles y proporcionales al grado de excitación sexual declarado por el sujeto es el llamado córtex cingulado anterior. En un experimento independiente, esta misma zona resultó activarse cuando el equipo del voluntario metía un gol, una coincidencia que admite varios tipos de interpretación. O tal vez ninguna.
La segunda fase es el amor romántico, el amor en sentido clásico de la palabra enamorarse. Es un rasgo humano universal, y su característica definitoria es la atracción sexual selectiva. Por esta razón, los etólogos creen probable que el amor humano haya evolucionado a partir del ritual de elección de pareja, o cortejo de atracción típico de los mamíferos. Parece confirmarlo el hecho de que, en casi todos los mamíferos, ese cortejo se caracteriza por un notable despliegue de energía, persecución obsesiva, protección posesiva de la pretendida pareja y belicosidad hacia los posibles rivales.
Pero hay una diferencia. "En la mayoría de las especies", dice Fisher, "el ritual de elección de pareja dura minutos u horas, como mucho días o semanas; en los humanos, esa fase temprana de intenso amor romántico puede durar de 12 a 18 meses". Un año y medio para elegir pareja, ya está bien con el ritual de cortejo.
Según han documentado los antropólogos en 147 sociedades humanas, el amor romántico empieza "cuando un individuo empieza a mirar a otro como algo especial y único". Luego el amante sufre una deformación perceptiva por la que agiganta las virtudes e ignora las sombras del otro. Las adversidades estimulan la pasión, las separaciones disparan la ansiedad.
Son los signos de un alto nivel de dopamina en los circuitos del placer del cerebro, y así lo han confirmado los experimentos de imagen. Por ejemplo, enseñar a un voluntario una foto de su amada activa las rutas de la dopamina en los circuitos del placer. Estos circuitos guían gran parte de nuestro comportamiento -ni comer nos gustaría si no fuera por ellos-, y son los mismos que se activan en el ritual de cortejo, o de elección de pareja, de la mayoría de los mamíferos.
La hipótesis de Darwin era que las hembras elegían a sus parejas basándose en su "sentido innato de la belleza", pero la situación, al menos en la especie humana, parece haber sufrido todo tipo de complicaciones. El equipo de Steve Buss, de la Universidad Estatal de California en Fullerton, ha demostrado que el mismo hombre les parece más deseable a las mujeres si aparece rodeado de mujeres que cuando aparece solo, o rodeado de otros hombres. Por el contrario, una mujer pierde puntos ante los hombres si aparece rodeada de otros hombres. La interpretación no está muy clara, pero aquí hay algo que parece escapar del mero romanticismo. Hay otra componente más en la elección de pareja. Cuando los investigadores preguntan a grupos de estudiantes heterosexuales cuáles son los atributos que más valoran para formar una pareja, cada estudiante parece buscar los mismos rasgos que se atribuye a sí mismo en un test independiente.
Pero el amor romántico, con ser larguísimo en el ser humano, no suele durar más allá de un año o año y medio, y los cachorros de nuestra especie están completamente inválidos a esa edad. Hace falta otro mecanismo que prorrogue los lazos afectivos, y lo hay. La pista vino de dos especies de topillos.
El topillo de la pradera (Microtus ochrogaster) tiene un comportamiento familiar intachable. Las parejas son fieles hasta que la muerte las separa, e incluso el 80% de los topillos no vuelven a contraer matrimonio tras enviudar. Los dos cónyuges colaboran sin rechistar en el cuidado de la prole, y suelen vivir con los suegros en paz. Todo lo contrario que su especie hermana, el topillo de la montaña, Microtus montanus: hoscos, enclaustrados en sus madrigueras individuales, traidores con sus parejas; los machos no cuidan de la prole en absoluto, y las hembras abandonan a las crías a las dos semanas de parirlas.
Larry Young, de la Universidad de Emory, descubrió que la buena fama de Microtus ochrogaster sólo es cierta como promedio: muchos topillos de la pradera son fieles y empalagosos, en efecto, pero otros son tan traicioneros y correosos como sus primos de la montaña. Ello le permitió hallar que la causa de esas diferencias entre individuos es un solo gen que evoluciona muy deprisa. El gen fabrica el receptor de la vasopresina.
La vasopresina es una hormona capaz de alterar el comportamiento, pero necesita acoplarse a un receptor situado en las neuronas para ejercer sus efectos. Los topillos que llevan una versión muy activa del gen tienen mucho receptor de la vasopresina en el cerebro, y por tanto son fieles y empalagosos. Los que llevan una versión poco activa tienen poco receptor y por tanto son traidores y malencarados. La versión de alta actividad predomina entre los topillos de la pradera -de ahí la buena fama de la especie-, y la de baja actividad es la norma entre los primos de la montaña, pero cada topillo es un mundo.
Los científicos empezaron a analizar ese gen en las personas y a comparar sus variantes con sus perfiles psicológicos. También añadieron a sus investigaciones otro gen similar que tiene también la capacidad para evolucionar muy rápido, el del receptor de la oxitocina.
Los dos genes están relacionados con la oxitocina y la vasopresina, dos hormonas que afectan al circuito del placer (o de la recompensa) cerebral. Estas hormonas actúan a través de unos receptores situados en las neuronas de esos circuitos. Los dos genes clave fabrican el receptor de la oxitocina y el receptor de la vasopresina.
Hasse Walum y sus colegas del Instituto Karolinska, en Estocolmo, han estudiado recientemente a 552 pares de gemelos o mellizos, y a sus parejas. Han analizado su gen avpr1a (el receptor de la vasopresina) y los han sometido a pruebas para evaluar sus "índices de calidad en la relación marital" y de "vinculación con la pareja". El 32% de los hombres con el gen variante permanecen solteros (frente al 17% con el gen estándar), y todos sus índices de "calidad marital" y vinculación afectiva son significativamente menores.
Cuando una topilla de la pradera recibe una dosis cerebral de oxitocina, se siente vinculada de inmediato al macho que esté más cerca en ese momento, y de forma perdurable. En humanos se ha hecho una prueba similar, pero con dinero. Un equipo de economistas y psicólogos suizos demostró que una simple inhalación de un aerosol de oxitocina hace que la gente confíe más en los extraños y, por ejemplo, les preste mucho más dinero en una situación ficticia (pero con dinero real puesto por el voluntario).
Ambos genes evolucionan muy deprisa y producen variantes (alelos) de mayor o menor actividad, con efectos similares a aumentar o disminuir la cantidad de las hormonas. Ya se ofrecen por Internet productos como Enhanced Liquid Trust basados en la oxitocina, "diseñado para mejorar el área de citas y relaciones en tu vida".
Pero el amor se parece mucho al amor propio. Lisa DeBruine, de la Universidad McMaster de Ontario, reclutó hace unos años a un grupo de voluntarios para jugar por Internet a una especie de dilema del prisionero. Cada voluntario podía ver en el ordenador la cara del otro jugador, y sólo con eso tenía que decidir si compartía con él su dinero o intentaba hacerle una pifia. La pifia, en realidad, se la había hecho DeBruine a todos los voluntarios, porque al otro lado del ordenador no había nadie. El supuesto jugador no era más que un programa, y las caras habían sido generadas por métodos informáticos. El resultado fue que la mayoría de los voluntarios había decidido compartir su dinero candorosamente cuando la cara del otro jugador era... ¡la suya propia!
Si hay una cuarta fase del amor, lo más probable es que esté al otro lado del espejo.
Ramón Sampedro
¡Definitivamente... cada topillo es un mundo